con la mente ensombrecida
en nuestra trémula estancia.
No atinó a ver el desierto
en que dejaba mi alma,
pues su pecho al deshojarse
no oyó el fluir de mis lágrimas.
Quiso alcanzar con sus manos
mi rostro pétreo de estatua,
mas ya era un lirio silente
sobre la sábana blanca.
No fueron celos ni odio,
aún no entiendo mi rabia,
quizá, veinte años de entrega,
nuestro retrato en la sala,
esa mentira insidiosa,
su intensa burla macabra
o mis dedos inflexibles
y esa filosa navaja;
segundos, largos segundos,
y luego pena y desgracia.
Su amante huyó sin excusas
con la cara ensangrentada.
Y en mi celda se diluyen
las horas en caravana;
aún escucho sus risas,
la desnudez de sus ansias,
en un errante delirio
que espera la luz del alba.
Mardy Mesén R.
San José, Costa Rica.
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